Misi fue el primer gatito de la familia. Mis hermanos y mi hermana se lo encontraron volviendo del colegio y, en un principio, iba a quedarse en casa de unos vecinos, pero su madre no quería más gatos, así que se disponían a devolverlo al lugar donde lo habían encontrado. Mi madre me llamó para que lo viera y ahí empezó nuestra historia. Tendría poco más de dos meses. Me miró, lo cogí en brazos y, con un "tú no vas a ninguna parte" lo llevé a casa. Se pasó toda la tarde durmiendo en mi regazo, hecho un rosquillo. Abría los ojitos y seguía durmiendo. El pobre debía de estar agotado porque no se le retiraba del todo la membrana nictitante. Nos robó el corazón.
Por la noche le preparé una mantita en el suelo, para que se acostumbrara a dormir en ella. Apagué la luz y aquella bolita se subió a los pies de la cama. Lo bajé, apagué la luz de nuevo y se volvió a subir, como si nada. Aún me parece verlo, tan pequeñajo y despeluchadillo. Resabiado, a la tercera se hizo un rosquito en la almohada. Y fue la primera noche que durmió en la que ya pasó a ser SU cama. Hoy hace 22 años que llegó a nuestras vidas para quedarse, aunque el 24 de noviembre hará 14 que lo echo de menos. Mientras el mundo celebra que un 9 de noviembre cayó el muro de Berlín, yo celebro que tres años después llegó a mi vida una criatura que me la cambió por completo, y que me descubrió rincones de mi corazón que no conocía. Llegó para quedarse para siempre. Te quiero, Mirrimoncho. Hasta el reencuentro.
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