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Rompesuelas corrió, pero no se salvó. Y toda esa esperanza salió de repente, desaforada, materializándose en un torrente de lágrimas y en un vómito repentino que no pude controlar. Ahí se quedó la esperanza, dejando lugar para un dolor profundo, desgarrador, acompañado de un odio caliente, insondable, que me lleva a desearles la peor de las muertes a esta escoria humana.
Ese dolor, mezclado con ese odio, no ha parado de llorar por Rompesuelas, al tiempo que no ha dejado de desear que un francotirador acabe con cada uno de los que levantan su lanza contra el toro, para que ninguna llegue a su destino. Y fantasea con la idea de que un virus selectivo termine con todos los especímenes del Australopithecus Tordesillensis - hombres y mujeres - y que no afecte al resto de los animales, ni a los niños y niñas (todavía hay esperanza) ni al resto de tordesillanos y tordesillanas que no pueden alzar su voz contra esta barbarie - y los hay - asustados por las represalias de las que serían víctimas por parte de sus paisanos. Lo dicho, un virus letal que acabe contra el Australopithecus Tordesillensis. Y la Marga que esto escribe se habría horrorizado hace un tiempo por regodearse con semejante escenario, pero es que ya no le queda lugar para gastar misericordia con quien no la merece. Uf, merecer. Peliagudo verbo. Sé muy bien que no soy nadie para juzgar quién merece o no morir, pero lo cierto es que no puedo sentir pena por el sufrimiento de quien lo inflinge conscientemente por puro placer. Y no lamento no sentirlo. Es lo que hay.
Puestas a imaginar, imagino un final que dé por terminado el torneo definitivamente; un final a lo Zoo, la novela de James Patterson de la que hace poco se estrenó una serie de televisión. Imagino a Rompesuelas haciendo el mismo recorrido que sus predecesores, dirigiéndose hacia el campo donde le espera su destino, asustado por lo extraño de la situación pero certero en su paso. Imagino a los Australopithecus detrás de él; algunos a caballo, otros y otras a pie, unos lanza en ristre, otras y otros simplemente acompañando, disfrutando del espectáculo, sedientos de sangre. Rompesuelas echa a correr, salta el vallado y la persecución empieza. Llegado a un punto, se vuelve a sus perseguidores y, como respondiendo a una llamada inaudible, los caballos se ponen nerviosos, relinchan, se encabritan y tiran a sus jinetes. Unos se parten el cuello, otros se clavan la lanza y yo ni me inmuto. Estoy extasiada. Los caballos escapan y algunos, en su huída, pisotean a otros tantos jinetes. Y sigo sin inmutarme. La multitud aún no entiende qué está pasando, sin saber que lo mejor está por venir. No sé de dónde han salido, pero el campo empieza a llenarse de toros. Caminan sosegadamente pero con determinación, sin pararse a olfatear, ni a mordisquear. Normalmente no tienen interés alguno por los humanos, pero estos Australopithecus Tordesillensis parecen llamar su atención. Para cuando la chusma quiere darse cuenta, están dentro de una elipsis irregular cuyo final no alcanzan a ver, aunque sienten que están rodeados. Rompesuelas, el elegido de este año, empieza a correr, y como una ola, todos los demás toros se movilizan, transformándose en un ejército destructor. Rompesuelas corre, corre, y con él todos los toros que la vista no llega a abarcar. Y se llevan por delante a quienes se encuentran en su camino. No mercy. Quien no participa en el torneo, evidentemente, queda a salvo, igual que los niños, niñas, perros y perras que no están allí por elección La naturaleza es selectiva y queda extinta esta variante Tordesillense del Australopithecus.
Lo sé, lo sé. El placer que me producen estas ensoñaciones me sitúa muy cerca de estos seres despreciables a los que quiero ver exterminados. Puede ser. Yo lo siento más como un placer producido por un caso de justicia poética. Ya que la divina y la humana parecen brillar por su ausencia, me da la sensación de que la poética es en estos días la única forma de justicia que nos queda.
Y no, por favor, no me vengáis con el rollo de que la vida humana vale más que la no humana y demás zarandajas. Ninguna vida tiene un valor intrínseco superior a cualquier otra. Para cada ser vivo, su vida es única. El valor que le damos a cualquier vida es siempre extrínseco: mi vida vale más (para mí) que la del vecino del cuarto, y para el vecino del cuarto la suya vale más que la mía. Lógico. Podemos pensar que la vida de alguien que está trabajando en encontrar una cura contra el cáncer vale más que la de una profesora de literatura inglesa, y así hasta el infinito, dependiendo de lo que cada cual valore más. Pero ese valor, insisto, no es nunca intrínseco. Para mí, la vida de cualquier animal, humano o no humano, vale mucho más, infinitamente más que la del animal humano que lo maltrata. Y así, hago mías las palabras de Ricky Gervais que tan polémicas fueron este verano: “The truth is, I do prefer the bull to win. I’ve said very often, I’d rather you didn’t fight a bull. But, if you do, if you choose to torture an animal to death, for fun, I hope it defends itself.”