Acabo de devorar Pax, de Sara Pennypacker, un libro que me recomendó Alba Pantojo y que lleva esperando desde que lo recibí en enero. Ha viajado conmigo a Oxford, a Londres y ahora está aquí, en Goupillières y hoy ha sido su momento. Como me gusta curarme en salud, había leído ya el final, pero hoy ha sido el día en el que lo leído cuando las lágrimas me lo han permitido. Toca muchas fibras de las que suelo tratar con cuidado porque me conozco, pero ese amor entre dos criaturas vivas, el dolor de la separación, el anhelo, la culpa... son sólo algunas de ellas.
Justo cuando lo he terminado de leer me he enterado de otro nuevo atentado terrorista en Barcelona, lo que no ha hecho sino confirmar una misantropía que hace ya tiempo se ha adueñado de mí. Ojo, esa misantropía no se desprende del libro, tan solo porque hay ejemplos, como en la vida diaria, de gente que hace que una no desespere del todo. Pero, no, me ratifico en que como especie damos asco.
Queda pendiente una entrada más amplia sobre Pax, de Sara Pennypacker, pero por ahora tendrá que esperar.
El título de esta entrada es lo que Peter lee en los ojos de una cierva: "You humans. You ruin everything." No sé si la cierva lo pensaba realmente, pero yo no puedo estar más de acuerdo.
jueves, 17 de agosto de 2017
martes, 1 de agosto de 2017
A principios de agosto
Digamos, para no entrar en demasiados detalles, que el verano comenzó torcido (rotura de disco externo, pérdida de información, encuentro(s) con Antifaz, dolor y más dolor, preocupaciones con su pizca de arrogancia con los gatos de la facultad, preocupaciones y sentimientos de culpa con los que viven conmigo, sobre todo con mi cariñosa Minca, que me requiere más de lo que yo le concedo) y, aunque se ha enderezado, el mes de julio ha sido intenso; una montaña rusa emocional que me ha dejado exhausta pero me ha hecho plantearme si estoy realmente viviendo la vida que quiero. Cierto es que no acabo de encontrar mi lugar en un mundo que no termino de entender, con una humanidad que cada vez me da más asco ("los astros no están más lejos que los hombres que trato", que dirían Héroes del Silencio), y que me lleva a sentirme día tras otro una sirena varada. Pero también es cierto que no tengo ninguna prisa por morirme, aunque a veces haya deseado con todas mis fuerzas dejar de existir simplemente para dejar de sentir este dolor ensordecedor que es la banda sonora de este mundo.
Entonces, ¿estoy viviendo la vida que quiero? En los momentos más optimistas me digo que a medias, y en los de desazón total, la respuesta es rotunda: no. La fortuna de hacer un trabajo que me apasiona corre el riesgo de convertirse en una maldición cuando no sé poner límites. Y, como siempre que no se miden los límites y las fuerzas, los entusiasmados deseos se convierten en obligaciones que angustian e imponen una urgencia que desdibuja lo realmente importante. ¿Cuántas veces le habré dicho a Mirra que tengo que trabajar cuando ella me insiste en que pase un rato con ella? De todos mis compañeretes peludos, ella es la que más insiste en que tengo que volver a la realidad de lo corpóreo porque la intelectualidad por sí sola se queda en entelequias y la lleva a una a meterse en inercias no siempre escogidas conscientemente y a dejar de lado aspectos de la vida cotidiana que son, ni más ni menos, que actos de amor hacia mí misma y hacia mis seres queridos.
El hogar está donde está el corazón, y mi corazón está desparramado por muchos sitios. Y no está mal que así sea, salvo por el hecho de que siempre hay alguien a quien echo de menos. Pero precisamente porque tengo, pues, muchos hogares, y porque quiero la salud para mi corazón, esos hogares se convierten ahora en mi prioridad. Porque es ahí donde encuentro cualquier atisbo de felicidad en este mundo caído, y porque algunos aspectos de mi trabajo también son hogar, pero me cuesta reconocerlos entre tanta maraña de estupideces, de reglas autoimpuestas y de condicionantes asumidos, incluso después de haber manifestado que no los iba a asumir. Y como, además, el tiempo es limitado, no lo tengo para obligaciones impuestas, ni siquiera las que se disfrazan de "buen rollito".
Estoy ahora en Goupillières, uno de mis hogares. Matthias y Lluqui están durmiendo, felices de la vida. En otro de mis hogares, mi madre cuida de Mirra, Mishkin y Minca; en otro, mi hermana Irene cuida de Michi, y Portos y Mani disfrutan en la residencia; en otro, Lidia cuida de los gatitos libres. Y, mientras tanto, yo no sé cuidar de mí. O mejor dicho, no siempre he sabido cuidar de mí. Hasta ahora. Esta declaración pública de intenciones -la expresión en inglés, mission statement, me parece más contundente - cumple dos funciones: recordatorio (para mí) y explicación (para cuando os diga "no, gracias"). Vale, no tengo muchos seguidores en el blog, pero siempre está bien tener un enlace que remitir.
Entonces, ¿estoy viviendo la vida que quiero? En los momentos más optimistas me digo que a medias, y en los de desazón total, la respuesta es rotunda: no. La fortuna de hacer un trabajo que me apasiona corre el riesgo de convertirse en una maldición cuando no sé poner límites. Y, como siempre que no se miden los límites y las fuerzas, los entusiasmados deseos se convierten en obligaciones que angustian e imponen una urgencia que desdibuja lo realmente importante. ¿Cuántas veces le habré dicho a Mirra que tengo que trabajar cuando ella me insiste en que pase un rato con ella? De todos mis compañeretes peludos, ella es la que más insiste en que tengo que volver a la realidad de lo corpóreo porque la intelectualidad por sí sola se queda en entelequias y la lleva a una a meterse en inercias no siempre escogidas conscientemente y a dejar de lado aspectos de la vida cotidiana que son, ni más ni menos, que actos de amor hacia mí misma y hacia mis seres queridos.
El hogar está donde está el corazón, y mi corazón está desparramado por muchos sitios. Y no está mal que así sea, salvo por el hecho de que siempre hay alguien a quien echo de menos. Pero precisamente porque tengo, pues, muchos hogares, y porque quiero la salud para mi corazón, esos hogares se convierten ahora en mi prioridad. Porque es ahí donde encuentro cualquier atisbo de felicidad en este mundo caído, y porque algunos aspectos de mi trabajo también son hogar, pero me cuesta reconocerlos entre tanta maraña de estupideces, de reglas autoimpuestas y de condicionantes asumidos, incluso después de haber manifestado que no los iba a asumir. Y como, además, el tiempo es limitado, no lo tengo para obligaciones impuestas, ni siquiera las que se disfrazan de "buen rollito".
Estoy ahora en Goupillières, uno de mis hogares. Matthias y Lluqui están durmiendo, felices de la vida. En otro de mis hogares, mi madre cuida de Mirra, Mishkin y Minca; en otro, mi hermana Irene cuida de Michi, y Portos y Mani disfrutan en la residencia; en otro, Lidia cuida de los gatitos libres. Y, mientras tanto, yo no sé cuidar de mí. O mejor dicho, no siempre he sabido cuidar de mí. Hasta ahora. Esta declaración pública de intenciones -la expresión en inglés, mission statement, me parece más contundente - cumple dos funciones: recordatorio (para mí) y explicación (para cuando os diga "no, gracias"). Vale, no tengo muchos seguidores en el blog, pero siempre está bien tener un enlace que remitir.
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